Salió el número seis de Orsai, donde un tengo un humilde texto sobre mi relación (mi romance) con mi motito. Empieza así:
En un momento de Caro Diario, Nanni Moretti se baja de su Vespa negra en una calle acomodada de Roma y estira el cuello hacia arriba. Su voz en off, tristona y levemente irónica, explica: “Cuando estoy en la Vespa, me gusta mirar los áticos y las buhardillas donde me gustaría vivir e imaginar cuánto cuestan o cómo podría reformarlos”. Un día, uno de esos áticos está en venta. Moretti entra a preguntar el precio, o imagina que entra a preguntar el precio (no queda claro), y se sorprende por la respuesta: “¿Diez millones de liras por metro cuadrado?”. Otra vez arriba de la moto, dando vueltas en el verano de Roma, la voz narradora de Moretti explica: “El dueño del departamento ha dicho que no es mucho, porque Dándolo es una calle histórica y Garibaldi hizo la resistencia ahí mismo”.
A mí me pasa algo parecido en las calles de Nueva York, donde vivo desde hace casi ocho años y donde me muevo en una Vespa plateada desde hace casi seis. En los semáforos, sin nada que hacer más que esperar el cambio de la luz, me gusta espiar en hogares ajenos e imaginarme viviendo en ellos, con esas familias o con la mía, y preguntarme si tendría suficiente para pagar el alquiler, o si habrá un buen escritorio donde encerrarme a escribir, o si me molestaría el ruido del camión de basura que gruñe y bufa a mi lado. Antes de que pueda responderme, el semáforo se ha puesto verde y he zumbado hacia el infinito, hacia nuevos semáforos y nuevas preguntas.
Como a Moretti, a mí también me gusta tener mi propia voz en off. Mientras viajo por las calles de Brooklyn, donde vivo, o de Manhattan, adonde voy dos o tres veces por semana, me relato a mí mismo lo que veo o lo que pienso, como el narrador de un documental sobre animales o el comentarista en vivo de un partido de fútbol. Normalmente no tengo nada demasiado interesante para decirme: me gusta sorprenderme cuando hago cincuenta o sesenta cuadras sin parar en un semáforo, bajando o subiendo por las avenidas longitudinales de Manhattan; o detectar cambios mínimos en el paisaje de los avisos publicitarios y las fachadas de los restaurantes; o ver un edificio del que conozco la historia, como el de Amsterdam y la 71, en el Upper West Side, y volver a contármela, como si estuviera escribiendo algo al respecto o tuviera a algún amigo de visita sentado atrás.
Últimos comentarios